Miren Kardiognostes

 

Hepatozitoaren Historioa

   La taxista mira desconfiada la blanca nevera de plástico que un hombre con bata verde acaba de dejar, junto con un papel con una dirección anotada, en el asiento trasero. Se trata de un cliente poco usual, y no acaba de acostumbrarse a su extraña presencia; ¡Quién sabe si acabara intentando entablar conversación con ella!. El viajero, Señor Hepatozito, también se siente extraño; Es la primera vez que sale de su amo y aún siente el calor de su cuerpo. La nevera no le resulta muy cómoda y empieza a sentir algo de frio.
   La taxista arranca con dignidad, acelera con cuidado y se pregunta, una y otra vez, que será exactamente lo que hay ahí adentro. A una hora de camino alguien está pensando ya en esa pieza de repuesto que le cambiará la vida. El Señor Hepatozito siente no haberse podido despedir del resto de los inquilinos; algunos acabaron mal; recuerda el bazo en su último alarido. Él tuvo suerte y pudo ser rescatado. La vesícula, tan estirada como siempre, también salió ilesa, sabiendo bien cual era su función; pero a ella no le dieron otra oportunidad; Por lo visto no cumplía los requisitos; Tenia barro, incluso alguna que otra piedrecilla de la que ella tan orgullosa se sentía; ¡Han sido tantos años juntos, uno pegado al otro! el Señor Hepatozito ya tenia hasta la forma de ella en el centro de sus lóbulos.
   Ahora todo vuelve a estar a oscuras; empezaba a no soportar verlo todo tan blanco; Todavía le deslumbra el recuerdo de la luz cuando intenta cerrar los ojos. Él lo sabía; Las cosas no iban bien. Hacía tiempo que lo venía advirtiendo pero nadie le hacia caso. Todo empezó cuando el Gran Miocito empezó a pasar hambre. ¡No se debe tentar así a la suerte!. A cualquier otro sí, pero a Él, no debía faltarle nada. Todos los demás no seriamos nadie sin Él; Los glomérulos siempre se habían quejado; claro, ellos eran dos y además condenados a vivir uno separado del otro. No sería la primera vez que oían como uno de ellos había tenido que sacrificarlo todo por el otro y no les parecía bién tener que hacer uno solo el trabajo de ambos. A pesar de todo lo que se quejaban nunca habían dejado de cumplir cabalmente su trabajo, pese a que nunca atendiesen a sus peticiones de arreglar las carreteras, tan deterioradas en los últimos años.
   Todos recordábamos con placer aquellos tiempos cuando la sangre era roja, y limpia. No nos faltaba de nada entonces; Las calles estaban limpias y se respiraba otro ambiente. Todos se hacían favores mútuos. Los Adipocitos siempre se ofrecían a almacenar todo lo que sobraba para compartirlo en épocas de escasez; Los pulmones, tan sabios en su inicio, alimentábanse de aire puro y cargado de oxigeno, para que el resto lo respirásemos más tarde.
   Pobres Pulmones, no se merecían la vida que les daban. Tiene que ser muy duro ver a tus pequeños Alvéolos morir lentamente, cubiertos por una ténue capa de alquitrán. La señorita Insulina también se quejaba; ”¡Hasta aquí hemos llegado!” dijo enfática un dia; Sin cesar predicaba que era época de recortes y optimización de recursos; No alcanzaba a dar de comer a todos los que se lo requeríamos; Además, los Adipositos se volvieron avariciosos, y se guardaban todo para ellos, haciéndose cada vez más grandes y pesadotes. Ya no cabían en su territorio y se extendían desahuciando a los demás. Sí, ya no les gustaba compartir, y rompieron toda relación con la señorita Insulina, agotada y deprimida por verse ahora en tan delicada situación.
   El viaje se le estaba haciendo largo al Señor Hepatozito; El líquido que lo rodeaba ya no era caliente y empezaba a notar que los bordes no le respondian. Él, que siempre se había recuperado de todo lo imaginable, no podía rendirse ahora; Tenían que estar llegando. El ulular de las ambulancias le saco de dudas; Reconocía perfectamente ese ruido. Los últimos días cada vez que al miocito le rugían las tripas habían estado en un sitio parecido. Tenía que ser allí donde le estaban esperando.
   Estaba nervioso; Necesitaba cambiarse de ropa y beber algo. El temor de no ser bien recibido por sus nuevos compañeros empezó a preocuparle; Tendría que adaptarse a su nueva vida.
   Lo que siguió ya es para el Señor Hepatozito un recuerdo borroso; Sintió que alguien corría con él en brazos, y fue entonces que con el golpe perdió el conocimiento. Habrían pasado unas horas cuando vió de nuevo aquella luz, como un filo brillante allí encima; La luz desaparecía esta vez detrás de unas cabezas que se felicitaban por algo qué supuestamente tenía que ver con él. “- Gracias” dijo, aunque parecieron no oírle.
   Aquello se cerró y ahora todo está volviendo a la normalidad. Hoy, el Señor Hepatozito ha conocido a la nueva Insulina; Se vé muy joven, y rápida; Ha debido de viajar mucho porque cuenta que el traje se lo hicieron a la medida en un laboratorio muy moderno.
   Los primeros días le miraban en una forma muy extraña y hasta mandaron sus tropas de pequeños soldaditos con forma de tirachinas contra él; Se le pegaban como lapas, pero cuando se convencieron de que era inofensivo se aburrieron y finalmente se dedicaron a otras cosas.
   El Señor Hepatozito está contento de su nuevo hogar. Ahora solo le falta conocer al nuevo amo.

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